El daño que le hiciste. No importa, intencional, o no, lo hiciste. Y le dolió. Hasta lo más profundo de su alma, hasta el último nervio.
La viste.
Le pasaste de lado.
Sabías que la estabas matando.
Oh, y te apuesto que ella sabe lo poco que te importó. ¿Acaso la quisiste? ¿Acaso supiste que la tenías? ¿O fue solo cuando la perdiste que te diste cuenta?
La viste.
Le pasaste de lado.
Sabías el daño que le hacías.
Y lloró, lloró hasta hacer un mar de lágrimas y ahogarse en él. Lloró hasta secarse, hasta que ya no solían lágrimas de sus ojos. Y entonces sollozó.
¿Cúantas veces le habías dicho que la querías? ¿Por qué lo hiciste si no era cierto?
Al no encontrar respuestas, ella se negó a creer que no la querías. Se obligó a pensar que la querías. Que lo hacías por su bien. En el fondo ella sabía que no era cierto, sabía que se engañaba diciendolo. Creyendolo. Sabía que no la amaste. Y siguió engañandose, amarrandose a ti.
Hasta el día que llegaste con la otra. Se sintió tan miserable que no le importó nada, nisiquiera seguir atada a ti. Al otro día, se dió cuenta que te había olvidado. Ya no te quería.
¿Y dices tener miedo a perderla?
Tranquilo, ya no la tienes.
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